En esta tercera entrada sobre el viaje del obispo, describo la travesía hasta el Pacífico y Lima. Me ha sido ya más difícil su redacción: soy de tierra adentro, mesetario, y aunque he montado en barcos, no domino las artes marineras. Tampoco he cruzado el Atlántico flotando, sino volando, por lo que mis suposiciones son cada vez más imprecisas. De todos modos, trato de reflejar ese viaje de forma general, para dar una idea al lector. Hago cuentas de días y posibles duraciones, que a veces pueden ser erróneas. Espero que guste, aunque, repito, no domino esta travesía tan paso a paso como la ruta de Madrid a Cádiz. Obviamente no conozco toda la ruta, ni Panamá ni las pequeñas Antillas.
BREVE RELACIÓN DEL LUENGO VIAJE DEL EXCELENTÍSIMO SEÑOR OBISPO DON MANUEL DE MOLLINEDO Y ANGULO DE LA VILLA DE MADRID AL CUZCO, LA ANTAÑO CAPITAL DE LOS REINOS INCAICOS. CIUDAD DEL CUZCO, VIRREYNATO DEL PERÚ.
AÑO DE MDCLXXXXVIII.
LIBRO SEGUNDO: DEL VIAJE POR LOS MARES A LAS YNDIAS.
Capítulo I. Jornadas de junio: de la ciudad de Cádiz.
Como ya dije en el anterior libro, llegué a Cádiz al día noveno de trotar en mi caballería tras salir de la Villa y Corte de Madrid, de mi parroquia de la Santa María. Era el día primero de junio de 1672. Llegué muy fatigado y entré a descansar al Palacio Episcopal tras haber cumplimentado al prelado. De todas formas, mi sentir al saber ya la prontitud de abandonar mi reino de Castilla para siempre, causóme grande turbación y, a pesar de mis oraciones, tuve algo de rato de desvelo sin dormir a pesar del cansancio del viandar por las mesetas y llanos de La Mancha y la Andalucía.
El día 2 de junio me levanté muy animoso, no obstante, al saber que vería el mar con mucho tiempo disponible y ante las mis fuerzas con renovados bríos tras la menguada del ánimo del día anterior. Mi pensar es de avidez por conocer, por la cultura extensa, por saber de las gentes, no sólo de sus obligaciones con el Señor, sino por sus usos y costumbres; así como por las grandes y monumentales obras y casas y templos, así como las pinturas o estatuas que las ornasen en sus adentros.
El día era algo gris, aunque no amenazaba lluvia. El mes de junio ya mengua mucho la caída de aguas, salvo alguna tormenta. El verano está presto a entrar en los reinos de las Españas. Había resuelto estar conociendo esta bella ciudad, de gentes poco nobles y muy plebeyas, pues mucho se dedican a oficios viles, tanto manuales como de usura de comercios. Hay muchos de estos que prestan dineros avaramente y que dan en llamar banqueros. Éstos son sobre todo italianos y flamencos, pues ingleses e holandeses estaban y están en guerra contra nuestra Patria.
Estos súbditos, de naciones ladronas e impías, poco temerosas de Dios y seguidoras de Lutero y Calvino, han atacado la ciudad varias veces, aunque la más dolorosa acometida y afrenta fue la que inspiró al maestro Cervantes. El gran creador de Don Quijote, muy leído por mí en tiempos de holganza, escribió una de sus novelas cortas, llamadas ejemplares, con el título de La española inglesa. En ella nombra el cruento ataque inglés de julio de 1596, en la que arrasaron con fuego esta hermosa Cádiz.
El obispo critica a la ascendente clase burguesa -en ese tiempo muy débil y mal vista- según las ideas nobiliarias y eclesiásticas de aquellos años del Barroco y del Antiguo Régimen, ideas que se vanagloriaban de llevar vida ociosa caballeresca de tipo medieval.
Iba a estar en esta pequeña isla [Cádiz es una isla] durante tres semanas al menos, lo cual me hacía bien de ánimo, pues podría visitar la ciudad y sus zonas de alrededor a modo de despedida de las Españas. En las aduanas me dijeron que en Sevilla, los mandatarios de la Casa de Contratación iban a dar el 24 de junio, con los Sanjuanes, la partida de la flota de Sanlúcar de Barrameda, a instancias del Consejo de Yndias en Madrid. Yo iríame a Sanlúcar unos dos días antes a tomar el galeón que me correspondía por mi rango de prelado.
Por esta dicha causa, además de visitar las calles de la alegre ciudad, asistía al muelle que llaman de Cargadores de Yndias, en el que estaban almacenándose alimentos y otras mercancías a llevar a bordo. La gente de Cádiz es muy alegre como las demás gentes de la Andalucía como ya dijere anteriormente. La diferencia es que acá se ven menos chismosos y más sinceros. No se advierte mucho bandidaje, ni las malas gentes pendencieras vistas en Sevilla, que tienen eso que se da en llamar el “malaje”. El gracejo y las coplas siempre están alegrando sus calles. Su habla y deje son tan cerrados que a duras penas se les entiende cuando hablan con priesa.
Sin embargo, hay unas calles de miserables gentes con vida disoluta al poniente de la ciudad y que forman la barriada que se conoce como La Viña, de tabernas de gente pendenciera y abusadora del aguardiente y los odres y pellejos de vino.
El calor empezaba ya a sentirse, aunque algo menguado por el frescor del mar. Paseaba los atardeceres por los muelles y playas a ver ese mar tan inmenso: la mar océana del Atlántico. Por el suroeste hay una playa conocida por la Caleta, muy cercana a La Viña. Allí me imaginaba la otra orilla del mar, el destino que me aguardaba. Por el sur, la catedral, enfrente el templo de la Compañía y, al lado, el barrio del Pópulo, el más vetusto, según dizen, de gentes fenicias y luego sarracenas hasta el mediado del trece siglo y la feliz reconquista del augusto rey San Fernando, el tercero de Castilla. Seguí por la muralla que hay según se llega de Jerez por tierra como dijéramos anteriormente: por la Puerta de Tierra.
Catedral de Cádiz
Callejuela del Cádiz nocturno
Bahía de Cádiz, al fondo el Puerto de Santa María
Crepúsculo gaditano desde el castillo de santa Catalina:
al fondo, el Atlántico y al otro lado del horizonte...América
Al lado de septentrión viérese la bahía: Rota en lo lejos, el Puerto de Santa María y el Puerto Real. Tras la costa se atisba, a la vuelta del cabo, aunque no se viere, la cercana Sanlúcar de Barrameda.
A esa villa marinera me embarqué el día 22 para esperar la flota proveniente de Sevilla y embarcar. Antes, como el que se despidiere de su familia para siempre, me dediqué a cabalgar por Chiclana, Medina Sidonia y Barbate: eran los últimos paisajes de España que vería, los cuales eran de dehesas de encinas y alcornoques con buenas reses bravas para la lidia.
Cádiz empezaba a despuntar en la historia de España en esos años. A finales del siglo XVII estaba tomando lentamente el relevo de Sevilla. En 1717, tras el fin de la Guerra de Sucesión, uno de los primeros decretos de Felipe V fue dar la puntilla final a Sevilla. Desde entonces los comerciantes y gentes de todo tipo y país llegaron a esta isla. Poco podía imaginar el obispo que aquí, en Cádiz, apenas un siglo después de su muerte, nacería la sociedad liberal que acabaría con los privilegios de su estamento y con el Antiguo Régimen en general. La ciudad entró en crisis a finales del siglo XIX. Hoy tiene una belleza singular, con sus callejuelas y encantadoras plazuelas, así como sus tabernas y gracejo de las gentes, especialmente en Carnaval, con el mar siempre como protagonista.
Capítulo II. De mi partida a las Américas.
La villa de Sanlúcar no es grata: se observa mucha marinería, mucha mugre, mucha pillería. En definitiva, mucha laboriosidad e inquietud del vulgo, tanto de los que se quedan mirando partir, como de los que zarparán en día cercano. A eso del mediodía del 22 llegué a esos muelles, casi al tiempo en que amarraba la flota de Sevilla que arribaba desde el Guadalquivir.
Cómo es sabido esa bahía y la primera mar cercana, es protagonista de la marina española y no española: Trafalgar y su triste recuerdo desde 1805, y la base estadounidense de Rota, tan presente en la zona.
La madrugada de la Noche de San Juan embarqué en la flota y esa misma mañana vime rodeado de azul marino por todos los costados. La costa de España se alejaba muy rauda y para siempre. Impresionante ajetreo el que observé: montones de salvas, montones de marineros subiendo ágiles por las cuerdas a las velas, capitanes dando órdenes... Un grupo de barcos, una flota, se hacía a la mar, una visión harto curiosa para un hombre de tierra adentro de Castilla como este siervo del Señor.
Mi buque, al ser un prelado, era de favor: embarcáronme en un galeón sin gente ruin, con marinos de gran elegancia y de saber su trabajo, con los que departía a ratos, además de mis oraciones, mis pensamientos acodado en la borda y mis ávidas lecturas. Esta primera semana se me hizo muy dura: apenas podía salir de mi temor al estar rodeado entre esa inmensidad de agua, el pensar en ataques piratas de corsos, filibusteros y bucaneros, ora en estos días, ora en las Yndias. Tampoco podía dejar de temer esas tempestades que a veces llevaban el luto a muchas familias de marinos tragados por el mar y que el señor tenga en su seno.
Entre Andalucía y Canarias, además de piratas europeos que asaltaban buques ya agotados de su vuelta del Caribe, podían asomar los piratas berberiscos (de la Berbería o Marruecos). Estos se vieron reforzados desde 1609 por los moriscos españoles expulsados ese año por Felipe III. Tenían sus bases en Sale y Casablanca, de ahí las conquistas de Larache, Arcila, Ceuta, peñones mediterráneos o Melilla para defender mejor las costas andaluzas y levantinas, a las que llegaban esos asaltos. También podía darse el dantesco espectáculo de arribar un barco fantasma, es decir, una nave a la deriva, con toda su marinería muerta de inanición, dada la ausencia de vientos o una epidemia virulenta desde sus bodegas.
Los bucaneros, corsos y filibusteros eran ya peligrosos pasadas las Canarias, cuanto más cercana la costa caribeña, así como las tempestades.
Los movimientos del galeón, en su choque con las olas, me desesperaban al no dejarme leer. Pero, en cambio, una cosa no me aconteció como a otros viajeros: no tuve ninguna gana de vomitar por borda, como decían que era normal en las gentes no dadas con frecuencia a la navegación.
Las noches, tras las oraciones de rigor, departía con el capitán, que me instruía en esas artes de surcar los mares: el sol, las estrellas, los paralelos y meridianos del mapa de Mercator, el astrolabio, etc.
En esos años el mapa de Mercator era el fundamental, tanto que fue la proyección cartográfica básica hasta finales del siglo XX, rival ya con la proyección de Peters o la informatización o fotografía aérea y satelital.
En La Coruña, sin llegar al mar abierto hace unos años, en una pequeña nave recreo alquilada, sin temporal, pero con la mar muy picada, casi se me rompen los nervios al ver cómo volaba la nave y caía entre las olas la proa, y cómo me tuve que coger bien a las cuerdas para no caer al mar. Me imaginaba esas tempestades leídas en libros y el espanto que habría al pensar en caer al agua…en alta mar. Y posiblemente con el añadido de los tiburones.
Capítulo III. De la llegada al puerto de Santa Cruz y a San Cristóbal de La Laguna, allá en las Canarias.
La llegada a las Canarias nos llevó doze días de navegación. Allí estaríamos una semana aprovisionando y reparando las naves, y haciendo aguadas. Me impresionó ver la cima del Teide asomar entre las nubes. Dícese que, en esta grande montaña, se cuentan por más de diez mil sus pies de medida en lo más alto. A pesar de ser julio aún tiene una pequeña mancha blanquecina de nieve, cosa que me extrañó, aunque me dijeron los naturales que hay estíos en los que no se disuelve nunca.
Atracamos en Santa Cruz, en la isla de Tenerife. A medida que me acercase a la costa, rememoraba la lección en Alcalá sobre la gloriosa conquista y cristianización de sus nativos, llamados guanches, por el adelantado Alonso de Lugo, allá por los finales del siglo XV, reinando nuestra reina Isabel de Castilla. Al poco de desembarcar nos fuimos a la población más abrigada de peligros: San Cristóbal de La Laguna, ciudad cercana y muy bella con sus templos y palacios.
La actual población de La Laguna es hoy Patrimonio de la Humanidad. Es una bella ciudad con ambiente juvenil y universitario. Casonas, palacios y templos en un plano ortogonal la hacen merecedora de esa denominación.
En esa semana de asueto decidí cabalgar algo por algunas zonas de la isla, especialmente por la espalda del volcán, que es la más florida y nemorosa. Me plació mucho el valle denominado de La Orotava. Dijéronme los marineros que me preparase para tan largo viaje y aprovechase mis paseos por tierra firme, pues sería posible que no volviese a pisarla más en el peor de los augurios, en la aparición del Satán, o que tardase un mes de flotadura como poco, en la mejor de las venturas. No se iban esas palabras de mis pensamientos y mucha inquietud me turbaba.
Por fin, al igual que en Sanlúcar, se repetía el espectáculo tan interesante, con toda su tramoya, de zarpar una flota de barcos, como ya dijere en palabras anteriores. Vocerío vigoroso, órdenes, trajines, movimientos…
Capítulo IV. De la travesía a La Trinidad.
La travesía podía durar desde Canarias, en el mejor de los casos (viento favorable y mar tranquila y sin tempestades, ni ataques de piratas o anglo-holandeses) de un mes a cuarenta días. Generalmente, las primeras semanas en esos meses de verano, el mar está tranquilo, sin lluvias y con vientos de levante, que empujan a poniente, es decir, a América. Es la corriente del Golfo, esa que ya advirtió Colón en la planificación de su aventura. Sin embargo, ya cerca del Caribe, en el verano tropical del hemisferio norte, es la época de los huracanes y la estación lluviosa. Esas tormentas gigantescas se intercambian con días de calma chicha, es decir de ausencia de vientos, los cuales paralizaban, desesperadamente, las flotas durante días y semanas. En este imaginar, vamos a establecer cuarenta días en llegar a Trinidad.
La actual Trinidad y su capital, Port of Spain, fue española hasta la conquista británica a finales del siglo XVIII. Hasta mediados del siglo XVII las flotas llegaban a las pequeñas Antillas, la Martinica o Guadalupe, aunque se perdieron a manos de los franceses y de los bucaneros y filibusteros. Por ello es de imaginar que, a fines del XVII las flotas llegasen a Trinidad. Desde aquí unas iban a La Española, Cuba y Veracruz; otras a Cartagena de Indias (Colombia) y Portobelo (Panamá). La de destino a Veracruz, desembarcaba y cruzaba el centro de la Nueva España, pasando por la Ciudad de México hasta el Pacífico en Acapulco. De ahí otro larguísimo viaje a Manila. El Galeón de Manila funcionó hasta inicios del siglo XIX y era el único cordón umbilical con la metrópoli. El guipuzcoano Andrés de Urdaneta descubrió la Contracorriente del Kurosivo para el tornaviaje a California y bajar de nuevo a Acapulco.
Caso aparte era la ruta del obispo. Desde Portobelo se cruzaba por tierra el istmo de Panamá para llegar al Pacífico. Desde la Ciudad de Panamá se volvían a embarcar viajeros y mercancías con destino a El Callao, el Perú y, en algunos casos, a Chile, a Arica.
Estas rutas, de vuelta, llevaban las platas potosina, taxqueña y zacateca, ambas mexicanas a La Habana. Allí, esperaban la otra plata potosina, la del alto Perú para, juntas, partir con la Contracorriente del Golfo hacia España.
El 12 de julio zarpamos de Santa Cruz rumbo a poniente. Ahora, tras ver cómo el Teide desaparecía del horizonte, dábame cuenta de que, ahora sí era de veras, me alejaba sin remedio de Europa. Es verano y el cielo está azul claro a mis ojos elevados, en contraste con el azul de la mar a mis pies desde la borda. El calor se sobrellevaba por la brisa marina. Me acordaba de que esos días serían infernales por el fuerte calor en mi ya nostálgica Villa de Madrid, sin los soplos refrescantes de los montes Carpetanos o del Guadarrama.
Rutina y aburrimiento dábanme algo de inquietud a mi espíritu, entregado a los designios del Todopoderoso. Sin embargo, mi travesía no fue peligrosa en ningún momento, al decir de los nautas. El viento de poniente a nuestras espaldas, soplaba con fuerza, cuán Eolo enfurecido, dándonos un fuerte impulso con viento en popa. Era espectacular ver todo el velamen desplegado y airearse por esas brisas del mar. Mis labios estaban salados ante mi sorpresa. Un marino reía y me decía que era el salitre del mar.
Absorto en mis pensamientos, apoyado en la borda, revivía los viajes colombinos de doscientos años antes y que tanta imaginación y juegos me inspiraron en las travesuras infantiles en mi Bortedo natal. Por las tardes, leía en mi camarote mis libros de las Yndias, a pesar de mis esforzados ojos ante los movimientos del oleaje, para ir tomando contacto con esas tierras que me iban a ver vivir. Los domingos oficiaba el sacrificio de la misa. Las mañana al medio día rezábamos el Ángelus. Tras el rancho de la cena, y tras el rezo del Rosario, departía con los marinos a la luz de la luna en esas tranquilas noches del estío en alta mar. A veces veía pescar, lo que nos daba pescado fresco sin salazón.
Ora llegaba la calma chicha, ora llegaban las aguas arrojadas por los cielos grises. Era increíble ver la rapidez de los nautas a la hora de arriar velas y ver desnudos con celeridad los palos de la nave. Quiso el Señor que la travesía fuese donosa y agradable, y los días, tanto de tormenta con sus rayos, truenos y relámpagos, y gotas de agua como torrentes caídos del cielo y que yo apenas hubiese visto en las fuertes tormentas del estío castellano, así como los de desesperante calma, con su calor que nos dejase más abobados que el más corto de inteligencia de los bufones, fuesen los menos y apenas no retrasasen el tiempo de travesía. En ningún momento tuvimos inquietud fuerte, salvo a la llegada al Caribe por el aumento de posibilidades de ataques piratas. Las oraciones a mi devota señora: la Virgen de la Almudena, nos defendieron de su aparición, ni de su satánica guía.
El 25 de agosto, tras 44 días de surcar las aguas del heleno Poseidón, llegamos a la isla de La Trinidad. Llevaba algunos días más de los tres meses desde que salí de Madrid.
Capítulo V. De la impresión de estar en las Yndias.
Es de suponer la impresión que se llevarían los españoles al llegar al continente americano: clima tropical asfixiante, mosquitos agresivos, selvas muy frondosas, alimentos nuevos…Pero lo más impactante, la impresión humana: razas mestizadas ya en esos años de finales del XVII, mestizos, mulatos, criollos, indios, negros, formas de lenguaje y giros lingüísticos especiales, relajación de costumbres, etc. Monseñor Mollinedo, que era “castellano viejo”, burgalés, y por ello de costumbres muy clericales y acento duro, se quedaría asombrado de esas liberalidades, la relajación de funcionarios españoles hartos de su destino y con ganas de volver a casa. En Portobelo, la próxima escala, vería aún más estas nuevas situaciones, aumentadas al cruzar el istmo panameño.
Ese día de arribada me fue muy curioso, me veía en un mundo nuevo. Mucho me extrañaba de oír el castellano en tierras tan lejanas. En Sevilla y Cádiz, tan cercanos a otras naciones de la Europa oía francés, flamenco, portugués e italiano. Inclusive, al poco de salir de mi aldea se entra en tierra de bascones [vascos], con su bascuence tan difícil de aprender. Sin embargo a tantas leguas de viaje y seguía oyendo el idioma de Cervantes. Un habla con acento especial, diferente al de la Vieja Castilla. De todos modos ya me había acostumbrado a esa habla de la Andalucía y de las Canarias.
¡Cuán frondosidad de bosques o silvas! Sin embargo, tan detestables por sus mosquitos y alimañas desconocidas por mí. El calor es más sofocante aún, con una humedad de la que es difícil ser fugitivo, pues apenas sirve abanicarse con láminas. Ya me dijeron los navegantes que me acostumbrase y esperase hasta llegar al país de los peruleros [Perú o Virú], mucho más templado de clima. Las lluvias son casi a diario y de forma torrencial a veces. Me dizen que el verano es eterno, por ser tropicales y muy cercanos al ecuador de la tierra, y que estos meses son de grandes huracanes. Pensaba en la suerte habida de no haber sufrido estas embestidas en alta mar, siendo uno de los muchos desgraciados que ya no vuelven a tierra. Ni las galernas del fiero Cantábrico, tan cercano a mi tierra, aquellas que me hablaban los carreteros que iban con sus bueyes a Laredo y Castro Urdiales.
Aunque mucho hubiere leído de los tipos de humanos existentes, nunca había visto razas diferentes a la de los europeos. Ahora veías esas personas llamadas mulatas y negras. Me dijeron que ya no vivían los indios que leía en los mamotretos de las crónicas de Yndias, pues la mala fe de algunos desalmados hizo que todos pereciesen, ya sea por su indolencia, como por sus guerras contra nuestros valerosos soldados. Pero lo más notable para mi ya cansado cuerpo era poder pisar tierra firme, sin haber tenido peligros grandes, gracias a los designios del Santísimo y de mis plegarias a mi Señora de la Almudena.
Nótese la forma de pensar sobre la inferioridad e ingenuidad que muchos españoles tenían de los amerindios, los cuales no eran tenidos ni siquiera por culpables de herejías ante la temible Inquisición.
Tras una semana de ociosidad y de acostumbrarme al Nuevo Mundo, vime inmerso en el nuevo zarpar, aunque esta vez, con menos buques, pues otros galeones viraban a las islas llamadas Antillas, a Veracruz, y al virreinato de la Nueva España, para llegar a la mar del Sur, como yo, pero camino de las islas de las Especias y de las Filipinas, en Asia, aquél lugar al que quisiere llegar en sus sueños hace muchos años el insigne almirante don Cristóbal Colón, gloria de España. Mi flota iría por Tierra Firme, Cumaná y Cartagena de Yndias, para luego ir a Portobelo. Mi galeón iría, no obstante, directo a tierra panameña.
La mar del Sur era el nombre por el que se conocía al océano Pacífico por los españoles durante la época colonial.
El 1 de septiembre partimos de nuevo a la mar, llamada del Caribe. Dicen que estas tierras e islas estuvieron habitadas por feroces indios salvajes que comían la carne humana de los desgraciados prisioneros que caían en sus manos, tras horrendas torturas. Aquí murió el grande marino Juan de la Cosa, santanderino, natural de Santoña y casi paisano mío.
Poco más de tres semanas nos llevó la travesía a Portobelo, por lo que arribamos el día 23 de septiembre. En esta fortificadísima ciudad atracan las naves de las Españas. Acá sí que pude observar a los indios y a los que llaman mestizos. Como es normal en las Yndias, las razas son de negros, mulatos (apareados con la raza blanca), de españoles blancos, y de indios y mestizos (apareados con blancos). Curiosamente se mezclan esos indios con los negros y llámanse zambos. En los capítulos peruleros hablaré más de esta raza nativa y que da nombre a las Yndias.
Al desembarcar los habitantes de Portobelo nos recibieron con gran jolgorio y festividad. Se organiza una feria de intercambios de enseres españoles con enseres de los naturales del lugar. Dizen que es una ciudad de perdición, con afluencia de nativas rameras para pecar carnalmente con los marinos recién llegados y demandantes de sus más lujuriosos favores. El señor quiere castigar estos excesos de lujuria y varias veces ha lanzado sus castigos en forma de ataques satánicos de piratas y corsos, sin que les valiesen sus murallas con sus troneras.
El malvado inglés Drake, a las órdenes de Satanás, atacó la ciudad el pasado siglo y murió acá de fiebres. La ciudad de Nombre de Dios hubo de abandonarse por estos ataques tan diabólicos que acababan en muerte y robos grandes. El año pasado de 1671, el satánico Morgan acababa de saquear la ciudad, más no satisfechas sus avaricias llegó hasta la ciudad de Panamá, la cual arrasase con crueldad.
Pero como también hubiere de contar hechos notables como el de Núñez de Balboa, fiero y valiente extremeño que pudo cruzar estas selvas y llegar a la otra mar océana, la mar del Sur, por lo que se daba una gran lección a los cosmógrafos, que así saberían de un nuevo continente, quedando en entredicho el gran Almirante don Cristóbal. El malvado Pedrarias Dávila lo degolló vilmente, exponiendo su cabeza a guisa de trofeo.
El siglo XVII fue especialmente duro con las posesiones de España en América. La culpa fue de los ataques repetidos de piratas establecidos en el Caribe y gran parte de las pequeñas Antillas, apoyados por los reyes de Francia e Inglaterra. Los ataques eran muy rápidos, de saqueo cruel, los habitantes huían a la selva, donde los piratas no se atrevían a entrar por temor a las emboscadas. Sin embargo Morgan, desde Jamaica desembarcó en diciembre de 1670 en Portobelo y no se contentó con el saqueo. Siguió por el istmo panameño y arrasó también Panamá. A su marcha se llevó un suculentísimo botín, además de un reguero de muerte y desolación. También saqueó Maracaibo y dispuso su base en la recién arrebatada a España, isla de Jamaica.
Capítulo VI. De la llegada a la ciudad de Panamá y a la mar del Sur.
Iba a seguir mi viaje de atravesar el continente por su parte más menguada, camino de la mar del Sur. De Portobelo partimos a tres días de nuestra llegada. Ese día 7 de octubre subimos a grandes barcazas remadas por fornidos esclavos de raza negra. Íbamos por el río que llaman Chagres, de grande corriente de agua y abundante selva que hacía imposible desembarcar en sus orillas. Dicen que es la selva muy peligrosa por los animales feroces que la moran, las serpientes venenosas y, a veces, de tribus de salvajes indios que lanzan dardos envenenados con el llamado curare.
Al final del día llegamos a Las Cruces, en plena selva, llenos de picaduras de violentos y grandes mosquitos, mucho mayores que los de España, y muy fuerte calor. Mis pobres carnes ya estaban algo agotadas del viaje. Apenas pude dormir por el duro calor asfixiante y la humedad, mayor aún que en barco y sin la brisa del mar.
Al siguiente día, el 8, salimos muy de temprano para seguir el camino que llaman de las Cruces, levantado por el malvado Pedrarias Dávila. El susodicho camino ha visto un traer y llevar riquezas grandes desde el Perú, sus tesoros de plata potosina alto peruana y por allí íbamos todos los que a ese virreinato nos llegásemos. Era un camino de grandes y pesadas baldosas, muy al modo de las calzadas de los romanos en España. Dos días en la selva, siguiendo la ruta de Balboa, nos ocuparon en llegar a Panamá, tras atravesar las pequeñas cumbres selváticas. Entrábamos el día 9 de octubre.
Ruinas en Panamá vieja, restos de la catedral
Panamá es toda desolación, aunque en trance de renacer. Al ser asolada, nada me retenía en ese clima asqueante de aire muy húmedo y mucho calor. Un navío esperaba allá con todo mi equipaje, que viajaba en ruta paralela pero con otro ritmo que el mío, sería el encargado de embarcarme en la nueva mar océana. Pero había de reposar por designio del médico, y la ruta salida se demoró, pues el navío debía zarpar. Por ello hube de esperar hasta 15 días viendo los trabajos de reconstrucción, saliendo el día 23 de octubre. En esos días tuve el honor de evocar el día 12 del corriente, la gesta colombina en su 180 aniversario.
Capítulo VII. De la navegación por la mar océana del sur y llegada a Lima.
De nuevo a bordo, ya estaba cercano el final del trayecto, aunque aún me quedaba más de un mes de singladura. Navegaba ahora por otras aguas. Llevaba muy cercana la costa de la Nueva Granada, viendo selvas muy densas y ahora me podía refrescar el tremendo calor con la brisa del mar. Mis pensamientos apenas giraban ya en la melancolía de España, ya quería llegar al mi destino lo más prontamente que pudiere. Ahora no temía ataques de piratas ni temporales fuertes. Ya estaba familiarizado con la navegación y era normal para mí el traqueteo de las olas marinas. Desta parte del viaje las cosas son mucho mas livianas. Ya había pisado las Yndias y ya no tenía sensación de ser impresionado por el Nuevo Mundo.
A estas alturas del viaje ya la tensión bajaba de tono en los viajeros, solo el cansancio podía mellar algo la mente. En esos momentos ya tenía el viajero español contacto con el cambio de hemisferio y de climas, de razas y hasta de mentalidades, además de haber probado otros alimentos. En suma ya había tomado contacto con el exotismo.
El 6 de noviembre atracábamos en el puerto de Guayaquil, al norte del Perú. Me sentía ahora siguiendo la ruta del gran Francisco Pizarro, con Diego de Almagro y el padre Luque.
El clima guayaquileño es también muy cálido. Además, estando ya en la raya ecuatorial, la estación era de la primavera austral. Me era chocante pensar que en esos días se nacía el otoño en España, con sus bosques ocres esperando desprenderse de sus hojas. La ciudad es de mercaderes y de mucho ajetreo como es menester en esos lugares de gente de comercios. Ahora sigo viendo las mismas razas y sus mescolanzas, aunque más tipos de indios. En esa ciudad oré mucho el día 9 de diciembre, día de mi señora Virgen de La Almudena, a la que dí mis devotas gracias por haberme guiado lejos de los peligros de tan luengo viaje que ya estaba llegando a su final.
Barrio de las Peñas en Guayaquil.
Tras diez días de estancia en este puerto iniciábamos la última singladura. Las corrientes del mar vienen ahora desde el sur [se refiere a la corriente fría de Humbold, que arrecia desde el sur], nos vienen de cara y la navegación es algo más lenta. Vamos muy cerca de la costa. Se avistan unas montañas muy lejanas y muy altas: eran los Andes, tantas veces citadas en los tratados de la geografía del virreinato del Perú.
El día 8 de diciembre, tras tres semanas de navegación tranquila, atracamos en El Callao, el gran puerto de Lima. Aún no había llegado a mi diócesis, pero ya estaba en el corazón de las Indias. España ya me parecía de otro planeta y ya no quería oír hablar de vuelta.
CONTINUARÁ