Como ya dije me voy a internar en la confección, lenta, eso sí, de un atlas de Historia Universal, tras realizar los esbozos de uno de Historia de España. Esta primera entrada se incluyó en la última de aquella serie. Ahora la expongo aquí y la elimino de aquella. Pues nada, repetir que son mapas de libre y plena disposición de cualquier lector que los lea y aquél al que interese.
Saludos.
EL NACIONALISMO EUROPEO DEL SIGLO XIX: LOS CASOS DE ITALIA Y ALEMANIA.
EL IMPERIO AUSTRO-HÚNGARO.
EL NACIONALISMO IMPERIALISTA EXTRAEUROPEO
El auge del nacionalismo en la Europa de
la Restauración tras la guerras napoleónicas, se manifestó en dos formas,
aunque ambas tenían una base social liberal burguesa y popular. El nacinalista,
para el logro de sus aspiraciones, tiene que luchar en un doble frente: el de
la guerra civil por un lado y, por otro, el de la guerra de liberación
nacional. La burguesía nacionalista identifica al estado al que pertenece -pero
de distinta cultura- como opresor y como el enemigo absolutista a batir.
Además, en ese siglo XIX, el Romanticismo recupera el interés por lo folklórico
y por el estudio de las historias nacionales, especialmente por el Medievo. El
recuerdo de un pasado legendario o idealizado, que en algunos casos coincidió
con una época independiente y de especial esplendor histórico, es el pretexto
del burgués nacionalista, que en este siglo XIX pertenece a otro estado, de
diferente religión o mentalidad colectiva.
Como decimos, hay dos formas de
nacionalismo: el reunificador y el disgregador. El nacionalismo
reunificador busca reunir territorios que no forman un estado propio,
pero que se consideran un mismo país. Estos territorios tienen diferentes
estados independientes y, también territorios que pertenecen a otra nación de
diferente cultura. Es el caso de Italia y Alemania. Un territorio que sobresale
de los otros, emprende el camino de unirse con otros de igual cultura. Como es
lógico, no hay unanimidad en aceptar que ese territorio sea el protagonista de
la unificación: casos de Nápoles o Baviera (que no aceptan la tutela de
Piamonte o Prusia), por lo que hay una guerra civil. Paralelamente, un estado
más poderoso y de otra mentalidad colectiva, domina parte de esos territorios
(sobre todo el caso de Austria-Hungría), por lo que se asiste a una guerra de
liberación nacional.
Al tiempo hay un país ajeno al proceso
pero que intenta intervenir para evitar la formación del país resultante. Es la
Francia de Napoleón III, que interfiere en los propósitos de los nacionalistas
de Italia y Alemania. En ambos casos salió mal parada y ocasionó su propia
caída.
A finales del siglo, en la zona Balcánica
y en Centroeuropa, se asiste al auge del nacionalismo disgregador,
en el cual no se trata de reunificar territorios, sino simplemente de iniciar
una guerra de independencia. Será el caso de la descomposición de los imperios
otomano y austro-húngaro. Estas burguesías asisten a guerras de liberación
nacional, frente a la opresión extranjera.
La formación de Italia como un estado
moderno propiamente dicho es reciente, en comparación con su historia
milenaria. Desde los años del Renacimiento hasta 1870, la actual península
Itálica y los territorios al sur de los Alpes, siempre eran considerados por
los demás europeos como Italia en sí, y sus propios habitantes se
autoconsideraban a sí mismos como italianos. Leonardo da Vinci, Miguel Ángel,
Rafael, Bernini, etc, etc. Sin embargo, sus territorios formaban un verdadero
mosaico de estados independientes entre sí. Por si fuera poco, desde finales de
la Edad Media hispanos y franceses se habían introducido en la península y se
disputaban su control.
Durante la Edad Moderna se asiste a la
pugna en territorio itálico por su dominio, con la resignada mirada de los
propios italianos y el mismo Papado. Los pontífices intentaban contrapesar a
ambas potencias extranjeras para evitar la hegemonía de una sola y así tener la
esperanza de la debilidad de ambas para, en un futuro cercano, poder lograr una
independencia.
Tras la Guerra de Sucesión española
(1702-1714), los españoles son expulsados de la península y se introduce el
poder austríaco en la península, que logra rechazar un intento de reanexión
española en el reinado de Felipe V, ordenado por el cardenal Alberoni. Sólo la
monarquía de Saboya y los Estados Pontificios quedaban como los dos grandes
países autóctonos, además de pequeños reinos secundarios. Con el pasar del siglo
XVIII los Borbones españoles se introducen en Nápoles y en Parma como reyes
independientes de la corona de España.
En el siglo XIX, con el auge del
nacionalismo, aparecen los primeros intentos de una futura reunificación. Ya
Napoleón había intentado la fromación de un reino satélite de Italia, que
fracasó tras la caída del corso en Waterloo en 1815. Desde entonces, revolución
burguesa italiana y reunificación nacional irían de la mano, como se vería en
las revoluciones románticas y democráticas de 1848.
El Papado aspiraba a esa unificación
desde un punto de vista religioso. Esa postura llegó a tener cierto apoyo. Sin
embargo, la silla de San Pedro fue ocupada por el oscurantista Pío IX, que tras
un inicio de pontificado relativamente liberal, se destacó por su oposición
frontal al signo de los tiempos.
Descartado el estado del Vaticano, el
reino de Nápoles, atrasado y en manos de los Borbones, tampoco era un elemanto
en el que la burguesía nacional pudiese confiar. Los pequeños estados del
centro-norte eran débiles y también antiliberales. Sólo el reino del Piamonte,
con la dinastía de Saboya al frente era una garantía de éxito.
El primer ministro piamontés, Cavour,
inició una hábil diplomacia para atraerse a la Francia de Napoleón III y
expulsar a los austriacos del norte y noreste.
Según vemos en el mapa (1) Cavour
hubo de ceder para siempre Niza y la propia Saboya al emperador
galo. A cambio Piamonte-Cerdeña (2) conseguiría, tras una guerra
con Austria, la próspera Lombardía (3) y su capital Milán. Los
piamonteses lograban anexionarse ya sin violencia, y en medio de la euforia
popular, los pequeños reinos del centro (Módena, Parma, Toscana), trasladando
inclusive la capital de Turín a Florencia, naciendo el reino de Italia, con la
intención futura de seguir la expansión.
La siguiente etapa de la unificación
consistió en anexionar la costa adriática del Estado Pontificio (Romaña
y las Marcas) para poder atacar al reino borbónico de Nápoles (4),
bastión reaccionario, atrasado social y económicamente. Garibaldi y sus tropas
nacionalistas desembarcaron en Sicilia y, tras conquistar la isla, siguió hacia
la península, para unirse a los ejércitos italianos del norte y confluir en
capital napolitana.
En 1866, tras la derrota de los
austriacos ante los prusianos, los italianos podían anexionarse el Véneto
(5). Los austriacos habían sido expulsados casi por completo de Italia,
pues conservarían hasta 1919 el Trentino.
En 1870, también aprovechando los
ataques prusianos a Francia, protectora del Papa Pío IX, conseguían los
italianos entrar en la ciudad de Roma (5), convertida en la
capital del reino. Acanbaba así el proceso de unificación, aunque reconociendo
al Vaticano como un estado independiente, sin que Pío IX reconociese el Estado
Italiano. Habrá que esperar a los pactos de Letrán en 1929 para el
reconocimiento papal de la Italia de Mussolini.
Respecto de la unificiación nacional de
Alemania se puede decir que sigue las pautas generales observadas en el caso
italiano. Alemania, la vieja germania romana y en la Edad Media el Sacro
Imperio Romano Germánico, era también un mosaico de estados en la época
renacentista. En la mitad sur alemana el catolicismo era mayoritario y logró
resistir con éxito el avance del luteranismo del norte. El último gran
emperador, el católico Carlos V y primero rey Habsburgo de España, hubo de
aisistir al inicio de las desgarradoras guerras de religión y que tendrían su
colofón en la de los Treinta Años (1618-1648).
Durante el siglo XVIII emergió un
poderoso estado en el este: el reino de Prusia, gobernado por la familia de los
Hohenzollen. Esta sería la versión alemnana de los Saboya italianos. También,
como en el caso italiano, todos los habitantes del Imperio se autoconsideraban
a sí mismos como alemanes, pero sin un estado común. También los Habsburgo de
Austria dominaban el Imperio junto a los prusianos.
Al llegar el siglo XIX, con las guerras
napoleónicas, nació la Confederación Alemana, heredera del viejo Sacro Imperio.
Tras 1815, con la restauración del absolutismo, Prusia, con la anexión del
oeste, se convertía en la principal potencia. Tras el fracaso de las
revoluciones de 1848, el nacionalismo aborreció del poder austriaco y se acercó
a Prusia. En el ámbito económico nacía el zollverein, unión aduanera y
comercial, que incluía la parte austriaca no eslava.
Un estadista y notable diplomático, al
igual que el italiano Cavour, el canciller Otto Von Bismarck, sería el motor de
la unificación. Tres fases serán necesarias para la reunificación.
En un primer momento, Bismarck
supo atraerse a su futuro enemigo para resolver la cuestión de los ducados
daneses. Una guerra de la alianza austroprusiona contra Dinamarca, acabó con la
incorporación de Sleswig y Holstein a Prusia, mientras que Mecklemburgo pasaba
a la Confederación.
En una segunda fase, Bismarck
sabía de la necesidad de expulsar a Austria del proceso, por lo que forzó al
enfrentamiento con los Habsburgo. En la batalla de Sadowa (1866) aplastó a los
austriacos, dejando las manos libres a los prusianos para diseñar la unificación
bajo su órbita. La consecuencia fue la alianza con el otro enemigo de los
austriacos: la naciente Italia, la cual consigue el Véneto.
En una tercera fase, Bismarck, ya
libre de los austriacos, decide provocar a Francia, para conseguir la anexión
de la Confederación Alemana del Norte y las regiones francesas de Alsacia y
Lorena. Nacía el Imperio Alemán bajo la tutela de Prusia y capital en Berlín,
con el kaiser Guillermo I.
Por fin, en una cuarta fase final,
Bismarck consigue anexionarse la Confederación Alemana del Sur. Alemania
entraba en una época de hegemonía en el continente europeo.
En este mapa encontramos el ejemplo del
nacionalismo disgregador. Desde el siglo XIX se reavivaron los movimientos
nacionalistas en el imperio austrohúngaro regido por la dinastía de los
Habsburgo. El viejo imperio era un conglomerado de nacionalidades muy diversas.
Muy minoritaria es la cultura de la
región que domina: la cultura germánica austriaca. Ya desde mediados del siglo
se optó por hacer una monarquía dual o bicéfala: una, en la propia Austria, en
los territorios más occidentales, y la otra en Hungría, con los territorios
orientales. Viena y Budapest serán las dos capitales. El imperio no durará
mucho, a pesar de su engrandecimiento territorial a costa de los despojos del
viejo imperio otomano en los Balcanes desde finales del siglo XIX.
Repasando los pueblos gobernados bajo el
cetro imperial observamos que conviven germánicos,
de religión católica, en la actual Austria (1); magiares
o húngaros (2), también católicos; checos
y eslovacos (3), de religión luterana; eslavos
croatas y bosnios (4), de religión ortodoxa y minorías
musulmanas; rumanos de Transilvania (5), de
religión ortodoxa; polacos (7) católicos de
Galitzia, muy católicos; y, por último, italianos (6)
del alto Adigio o Trentino, católicos.
Como era de esperar, era un imperio de
dudosa lealtad y, en la gran crisis social y económica que derivó de la Primera
Guerra Mundial, saltó por los aires. Todas estas ncionalidades citadas se
independizaron del viejo imperio, atizadas por la aplicación del principio de
libre autodeterminación que impuso el presidente estadounidense Wilson en los
Tratados de Versalles de 1919.
Hungría (Budapest) nacía de nuevo como
país independiente, así como Checoslovaquia (Praga). Por su parte, la nueva
Polonia, independizada de la Rusia zarista, se anexionaba Galitzia y su capital
Cracovia. También se unían a un nuevo estado los bosnios y croatas, que lo
hacían a la nueva Yugoslavia (Belgrado), heredera de la vieja Serbia, así como
los transilvanos se reunían con el -aún joven- reino de Rumanía. Finalmente, el
Alto Adigio, la región del Trentino, mayoritariamente italoparlante, pasaba a
manos de la monarquía italiana de los Saboya. Era el final de la unificación
italiana.
La actual Austria, el territorio
germánico, derrocó a la dinastía secular y proclamó la I República, en medio de
disturbios revolucionarios.
Y, en último lugar, el nacionalismo
expansionista o imperialista. Surgió en la segunda mitad del siglo XIX como
consecuencioa de la II Revolución industrial. Junto a los dos grandes imperios
occidentales, el francés y el británico, nacían los de otras naciones europeas,
incluso en el propio Estados Unidos. África y Asia van a sustituir a América
Latina (sometida indirectamente por Estados Unidos) y ambas caerán en el
dominio de diversas naciones europeas. Postulados racistas de superioridad de
la raza blanca sobre las demás y postulados económicos de necesidad de materias
primas nuevas, son las bases de este nacionalismo expansivo.
África es la presa más débil y
asequible. En el Congreso de Berín de 1885-86 fue repartida a modo de botín
como puede verse en el mapa. Asia, por el contrario, presa de mayor dificultad
para ser sometida, no fue conquistada por completo. Los europeos hubieron de
contentarse con someter ciertos territorios de forma indirecta, como en el caso
de China, o en los estados-tapón o barreras entre imperios para no chocar entre
sí (ET). Estos estados fueron Irán, Afganistán, Nepal, Buthán, Tíbet o
Thailandia. Servían como barrera entre rusos y franceses frente a británicos.
En 1914, con la Primera Guerra mundial,
los alemanes serán expulsados de ambos continentes. Más tarde japoneses e
italinos, tras la Segunda Guerra Mundial. Para más adelante dejamos el
nacionalimo descolonizador afroasiático, ya en la segunda mitad del siglo XX,
con la expulsión del resto de potencias europeas.
LOS PRIMEROS PASOS EN LA UNIFICACIÓN EUROPEA:
LA EUROPA COMUNITARIA DE LOS AÑOS 60
En 1957, por el Tratado de Roma, nacía el Mercado Común Europeo con seis países miembros: Francia, República Federal de Alemania, Italia y el trío del BENELUX (Bélgica, Holanda y Luxemburgo). Eran tiempo de Guerra Fría y de superación de la postguerra europea: tres grandes países agredidos por el Eje se asociaban con los dos grandes vencidos.
Sin embargo, los otros países europeos no lo vieron con buenos ojos, sobre todo Gran Bretaña, país que favoreció un segundo bloque de países alternativos a los "seis" de Roma. En 1960, por el Tratado de Estocolmo, nacía la EFTA con siete países miembros: Austria, Dinamarca, Gran Bretaña, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza. En 1961 se sumaba Finlandia y mucho más tarde, en 1970, lo hacía Islandia.
Parecía que la EFTA triunfaba sobre el Mercado Común Europeo, pero era una apariencia, pues en breve, tres países básicos de aquella ingresarían en el Mercado Común Europeo, desequilibrándose definitivamente la balanza en favor del Mercado Común.
LA EUROPA COMUNITARIA DE LOS AÑOS 70
En la década de los 70 Europa continúa avanzando en su proceso de integración. El Mercado Común Europeo pasa a denominarse Comunidad Económica Europea (CEE) desde 1973 con la incorporación de dos antiguos miembros de la EFTA (Gran Bretaña y Dinamarca) e Irlanda. A finales de la década (1979) se incorpora Grecia, país mediterráneo que ya ha superado su dictadura política. Nacía la "Europa de los Diez". Este año de 1979 se celebran las primeras elecciones al Parlamento de Estrasburgo, por lo que ya se aventuraban objetivos más allá de los meramente económicos.
En esta década la EFTA queda ya relegada de la Europa del futuro, el cual ya pasa definitivamente por la CEE. Dos de sus miembros se han mudado a la Europa de Bruselas.
LA EUROPA COMUNITARIA DE LOS AÑOS 80
LA EUROPA COMUNITARIA DE LOS AÑOS 90
LA EUROPA COMUNITARIA DE LA PRIMERA DÉCADA DEL SIGLO XXI